La mujer de las lentillas azules

sobre las suerte y las puertas que se abren o se cierran

Mi llave de casa se ha quedado dentro y estoy refugiada en casa de mi novio. Cuando estoy en su casa, echo de menos la mía y, al mismo tiempo, me siento feliz allí. Los principios de las relaciones se viven envueltos entre bolsitas llenas de ropa de aquí para allá. ¿Cuántas bragas y calzoncillos irán viajando de un lado a otro por toda la ciudad? Cepillos de dientes duplicados, tote bags que transportan comida de una nevera a otra para que no se haga mala, líquidos de lentillas y cajetillas para guardarlas de un lado para otro. Gente que se olvida las gafas y no puede ver, pero duerme haciendo la cucharita.

La cerrajera del seguro que ha venido a abrirme la puerta tenía una peluca rubia larga como la de Paloma Ardenson en Los Vigilantes de la Playa. Sus ojos estaban cubiertos, sin ningún tipo de disimulo, por unas lentillas azul imposible. Tan claros que parecían pintados por un rotulador fluorescente. Su piel estaba llena de tatuajes. Águilas en los brazos y un ángel en la nuez. Qué bonito tener un ángel guardián de todas sus palabras.

La última vez que se me quedó la llave dentro fue en octubre, al principio de salir con T., y me daba vergüenza contárselo. Me hubiera gustado saber que, casi ocho meses después, la historia se repetiría por una artimaña suya y que yo no me enfadaría. Esa vez vino a abrirme un hombre que estuvo intentándolo durante cuarenta y cinco minutos. Me decía que esas puertas son muy difíciles de abrir y, cada dos por tres, hacía que mi corazón se agitase, anunciando que era misión imposible. «Estas puertas son las que más se resisten», decía mientras probaba diferentes artilugios abridores de puertas.

(Esto me ha hecho pensar en que todos los ladrones, en realidad, son también un poco cerrajeros, pero que prefieren ir mucho más allá dentro de su oficio).