Han sido muchas las lunas en las que solo he podido dormir al aparecer los rayos de sol.
Una carta al miedo
El miedo ha sido algo que me ha acompañado desde que puedo recordar. Durante mis primeros años de vida consciente, siendo una niña muy imaginativa, sufría noches de verdadero pánico en las que toda clase de angustias o escenarios horribles se me pasaban por la cabeza sin dejarme dormir, sin saber que se trataba de ansiedad.
Tengo todavía marcadas en la memoria varias pesadillas que recuerdo con todo lujo de detalles. Cuando dormía durante el invierno en nuestra casa del Puente San Jorge, en Alcoy —la ciudad en la que nací— compartía habitación con mi hermana menor, quien nunca tenía miedo; supongo que dormir con alguien que nunca se duerme te da tranquilidad. Yo le rogaba una y otra vez que me diera la mano, a mis treinta y un años estoy aprendiendo a dormir y a vivir sin que nadie me la de.
Todo el mundo soñaba, yo sudaba, debajo de las mantas; sin importar el calor que hiciese, ideando planes para poder atacar en caso de robo a mano armada. Los ladrones me aterrorizaban, pero no tanto como los espíritus. Ahí se me acababan los métodos de control. No había forma de contraataque, no habría forma de recuperar la cordura. Durante los veranos vivíamos en Muro, entre semana, en la casa de campo que mi abuela compró al enfermar uno de mis tíos, al que nunca conocí. Allí dormía sola, en la habitación que había pertenecido a mi padre y no recuerdo haber pasado más miedo que en esas cuatro paredes, aun hoy en día me resultaría imposible dormir en esa cama. Los coches que pasaban por la carretera iluminaban de forma intermitente mi cuarto, recreando diferentes figuras pintadas con sombras de la noche. El ruido del motor me ponía en alerta, seguía ese sonido con el corazón en un puño, hasta sentir que el vehículo había pasado de largo. Han sido muchas las lunas en las que solo he podido dormir al aparecer los rayos de sol.
En el año 2000 yo tenía siete años, se estrenó “Lo que la verdad esconde”, protagonizada por Michelle Pfeiffer, mis padres me llevaron a verla por error y no sé porqué razón no me sacaron de la sala. Aun a día de hoy me tengo que concentrar para no sentir miedo dándome un baño. Más tarde se instalaría entre mis amigas y yo —al igual que todas las preadolescentes con acné de la época— la costumbre de alquilar películas de miedo o ir a verlas al cine. Tardé un año entero en no pensar diariamente en la niña de “The Ring”. Pasó demasiado tiempo hasta que por fin decidí que ver películas de terror no era bueno para mí. También estaba muy de moda las historias sobre locos que duermen bajo tu cama o de casas en las que pasan cosas extrañas. Aun escribiéndolo siento un escalofrío recordando todo el miedo acumulado en aquella época. Supongo que solo éramos adolescentes queriendo comprender el mundo y sin saberlo, nos adentrábamos de manera errónea a navegar por nuestras emociones y espiritualidad.
El miedo no solo me ha fastidiado las noches, desde mi día uno fui un bebé insomne, me ha paralizado en las calles, me ha limitado a la hora de manifestarme por nuestros derechos o me ha hecho cancelar algún que otro viaje. El miedo, el pánico, la ansiedad. Nunca fui al viaje de Mallorca en bachillerato, o al intercambio de Francia de segundo de la ESO por dolores insoportables de barriga, tenía ansiedad.
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